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Nunca verás el mar de Rosa Ribas

Sólo una duna más. Ya oyes el sonido, el batir de las olas, que no conoces y con el que has soñado toda tu vida. Pero te empiezan a fallar las fuerzas. Es difícil arrastrarse sobre la arena con el uniforme, el correaje te estorba, pero no se te ocurre desprenderte de él. ¡Qué estúpidos sois los listos a veces!

¿Dónde estaba tu inteligencia, dónde quedaron tus famosos “pálpitos” cuando te propuse llevarte conmigo a la costa? Manuel, tengo que ir a Valencia. ¿Por qué no te vienes? Dudaste un poco, pero por sentido del deber, por no dejar el pueblo sin jefe de policía durante dos días. ¿No querrías ver por fin el mar? Tu mujer te preparó una maletilla con un par de mudas. Esta mañana hasta te has puesto el uniforme para encontrarte con dignidad con el mar tantas veces imaginado.

Te faltan unos metros. Tiras del cuerpo con los brazos, las piernas ya no las sientes, tampoco notas mi sombra a tu espalda ni oyes el sonido metálico cuando desenvaino tu sable para darte la última estocada. Sabes que te mueres y sólo quieres llegar al final de esa duna eterna.

Nunca verás el mar, Plinio.

La solución por Pedro Avilés

El mismo día que tocó fondo llegó la catarsis. Los mocos cayendo sobre su labio superior en la oscuridad de su cuarto, las persianas echadas dejando pasar un triste haz de luz gris, sin fuerza, a través de un pequeño roto, sus cosas en la penumbra. Sus cosas. Sus cuadernos repletos de vivencias. Treinta años. El olor insano de su propio cuerpo sin asear durante más de un mes. El hedor de los restos de comida que había comprado con el dinero del paro y que venía de la salita de la televisión; hasta que dejó de comer. Y de repente lo vio muy claro, como si en ese momento hubiese pasado un ángel a su lado y se hubiera quedado allí, sentado sobre el pequeño escritorio repleto de papeles con sus apuntes, quieto, mirándole con dulzura; la solución. Como si el ángel en cuestión le hubiera llevado a su padre: si alguna vez tienes que abusar de alguien, hijo, que sea de los que abusan de los demás  ¡Eso era!  Y el ángel le sonreía, una mano sobre el hombro de su padre, avalando sus palabras con su mirada complaciente. Santificándolas. Salió a la calle y comenzó a matarles.

Bestias por Jesús Lens

Sí, cabrón, sí. Vas a sufrir. Ya te digo si vas a sufrir. Vas a tener una muerte lenta y dolorosa. Justo la muerte que te mereces, ¿no crees? No. No me mires con esos ojos de cordero degollado. ¿Sabes lo que me has costado, hijo de puta? No. Tú que coño vas a saber. A ti te la suda. Pues hasta aquí has llegado. Ya no vas a tener oportunidad de resarcirte ni de demostrar esas grandes virtudes y aptitudes que, según todos, se te veían a la legua. Hijo de perra, jodido mil leches de mierda…

 

¿Sabes lo que pagué por ti? ¿Sabes lo que me costó arreglarte los papeles y que aquél cortijero de Soria no te reclamase como suyo? Y lo que, después, he invertido en ti. Cómo te he cuidado, cómo te he dado las mejores comidas, los medicamentos más potentes… cabrón desagradecido. Y total, ¿para qué?

 

Para acabar ahorcado, colgado de la rama de un árbol, como tantos otros galgos fracasados que nunca han entendido para qué les dispensamos lo mejores mimos y entrenamientos… Llegar antes que llegar después, llegar el primero que llegar el último, os la trae floja, ¿verdad? Chuchos de mierda.

 

Infarto Intencional por Mónica Sacco

— Cuando llegué del mercado, lo encontré así— sollozó la mujer.

Estaba lleno de uniformados. Un gordo con guantes de látex revisaba los frascos de medicamentos. Otro, de civil, examinaba el cuerpo desparramado en un charco de orina.

— Causa aparente: infarto masivo de miocardio — sentenció el de civil — No creo que la autopsia diga mucho más.

Se llevaron la bolsa negra. El gordo se sacó los guantes y se acercó a la mujer, que bajó el volumen del televisor para no escuchar la repetición de los goles.

— ¿Era fanático del fútbol?

— Uh, sí…

— Y del boxeo.

La mujer enrojeció y la marca en la mandíbula se le puso morada.

— ¿Cuánto hace que sufría del corazón?

— Un año. Yo le daba los medicamentos como me dijo el médico…

— Ud. se los daba…

— Él se olvidaba, así que…

El gordo abrió el frasco de betabloqueante y se tragó diez comprimidos de un tirón. La mujer abrió enormes los ojos y se tapó la boca.

— El animal te cagaba a palos — la tuteó en voz baja.

— Toda la vida — ella murmuró amargada.

— Tirá la sacarina a la mierda y poné de nuevo el betabloqueante. A ver si encima vas en cana por homicidio premeditado.

El Canguro por Gregorio Toribio

Se dirigió hacia él. Con manos sudorosas fue aproximándose poco a poco, para no despertar la mínima sospecha. Su mirada, firme, se clavó sobre su cuello. No sabía por qué pero tenía que hacerlo. En su mano derecha, George empuñaba un afilado machete. Estaba ya muy cerca e iba a responder a esa interna llamada. ¡Mátalo, mátalo, mátalo…! Pero, ¿por qué? Sólo era un niño que jugaba con un pequeño canguro de peluche gris, con un lacito rojo.

Amelie, la vecina del piso superior, le había pedido que se quedara con su pequeño mientras se acercaba a la panadería de la esquina. George, amable como siempre, se ofreció encantado. Ahora estaba allí, a sus espaldas, a solas con él.

No necesitó más de un minuto para segar una vida. Clavó el anacarado machete con una frialdad de mente asesina. El brillante metal penetró con una facilidad pasmosa. ¿Por qué lo he hecho? Se repetía George sin cesar. 

De repente, despertó. Había sido un mal sueño. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y sacó un refresco para humedecer su seca boca. Al fondo, en el suelo, había un pequeño canguro de peluche gris, con un lacito rojo.

 

Un televisor vestido de sangre por Agustín González eltercero

Habían transcurrido varios días desde la última vez que habló con el Polaco. Los nervios le devoraban, como insectos correteando por debajo de la piel, encerrado en ese apartamento de las afueras donde lo crió a golpes su padre, sin contestar al teléfono, viendo la televisión con los auriculares puestos, a oscuras, entre paredes cubiertas de fotografías viejas y carteles arrugados, con las persianas echadas, precintando el aire y la luz. Cuando vio en el telediario de la noche el rostro sin vida del Polaco, aquella cara devastada entre las ruinas negras de un coche, adivinó la cercanía del sufrimiento, la proximidad del dolor, un dolor sin nombre. Unas horas después, bien entrada la madrugada, el timbre de la puerta comenzó a sonar sin interrupción, exagerado y ansioso. No necesitó pensar nada, el miedo iba por libre. Con la misma precisión con que sus manos abrían una caja fuerte después de deletrear el rumor de la combinación a través del metal, cogió la pistola y se disparó un tiro en el cuello. Los policías derribaron la puerta con estrépito. Encontraron un cuerpo sin vida y un televisor vestido de sangre. "Hemos perdido al testigo", dijo por teléfono el inspector jefe.

Pensando demasiado por Emma Infante

Me costaba ocultar la sonrisa. El funeral había estado plagado de lugares comunes y sólo mi camisa roja, victoriosa, acompañaba la bandera que cubría el féretro. La caja de madera lucía dos banderas: la nacional y otra del grupo Rock Metallica. No se puede usar el amarillo. Da mala suerte en las interpretaciones y aquel día yo estaba ganándome un Oscar.

Los demás asistentes habrían satisfecho, con el luto riguroso, el gusto del difunto y aliviado a los desconsolados padres. Rebeldía y tradición se encontraron en aquella Iglesia. Pero también acudió la paz, para reinar por fin, más allá de los muros del templo.

La muerte del hijo de la vecina no había sido casual. Era una muerte ganada a pulso, aunque fuese un cobarde. En algún lugar del depósito de la policía científica guardaban el CD de música satánica que le hizo estallar el cerebro. Las largas investigaciones a través de Internet habían dado sus frutos. La participación en foros exclusivos para Heavy radicales había sido productiva. En el momento en que en el respondí al cartero a través del telefonillo supe que el silencio estaba muy cerca:

-¿Un paquete certificado?

-Sí, le abro, pero es la otra puerta.



Edipo porteño por El Cachafaz

Éramos felices hasta que apareció esa vieja que hablaba de desaparecidos. Está loca, dijo Mercedes. Contáme, le pedí. Qué querés que te cuente, me gritó. ¿Cómo me torturaron, cómo me violaron, cómo mataron a la gente que yo quería, familia, amigos? Dejáme en paz, pendejo. Cuando se enojaba me gritaba “pendejo”, enrostrándome los veinte años que me llevaba.  No me importaba, yo la quería lo mismo.. Un día la vieja me paró por la calle y me mostró las fotos. Se me encogió el estómago. La vieja me miraba con la ilusión de los locos en la mirada perdida. La duda empezó a comerme las tripas. ¿Qué podía hacer? Fui y lo hice. El ADN. Fui con la vieja. Yo era el nieto.

Se lo conté a Mercedes y se puso como loca. Fue a buscar a la vieja y le metió cinco tiros. Después volvió a casa a esperarme. Creí que me iba a matar a mí también. Me pidió que lo perdonara, que le habían mentido diciéndole que yo había nacido muerto de tanta picana que le habían metido. Después se metió el revólver en la boca y disparó. Y yo quedé viudo y huérfano al mismo tiempo.

 

Riesgos por Juan Ignacio Colil Abricot

El aviso era breve, pero provocaba impacto. Eso me  decían mis clientes. Y eso me dijo también él. A mí no me gustaba conversar más de lo necesario.  Lo  amarré,  lo amordacé y comencé a azotarlo. Le dejé una gruesa marca en sus muslos y en la espalda. Gritaba y mientras más gritaba más lo golpeaba.  A ratos yo misma me desconocía. Después nos fumamos un cigarro y se fue. Volvía todos los meses y siempre me pedía más. No fue mi culpa. Sus movimientos los encontré demasiado dramáticos. Luego se quedó inmóvil, ausente.  Me vestí, recogí mis cosas y  le pedí a un amigo que lo llevara lejos. Él lo hubiese entendido, pero nadie más lograría comprender esa extraña forma de amarse entre las personas.  Esperé durante algunos días  que la notica apareciera en algún diario, pero no sucedió nada. Durante algunas noches tuve miedo.  Volví con mi novio que siempre estaba dispuesto a recibirme. Una tarde mientras  comíamos en la televisión dijeron que luego de una larga búsqueda había aparecido sin vida el cuerpo de un tal “Jefe Juan”. Era conocido por liderar una poderosa banda de narcos. No tuve que escuchar más para saber que estaba condenada.

Un matrimonio al uso por Armando Rodera Blasco

Escuché los gritos de mi esposa desde la calle. Subí corriendo las escaleras y me encontré en el rellano con Ignacio, nuestro vecino, que era policía retirado. Me tranquilizó diciendo:

 

-          No ocurre nada, Antonio. Un caco que se ha querido colar por el patio, pero se ha asustado al oír los gritos de Sonia.

 

Entré en mi domicilio y acompañé a mi mujer hasta la habitación, ya que la veía visiblemente nerviosa. Al llegar me fijé en un detalle que no me gustó. Entré en el baño del dormitorio, acrecentándose mis dudas.

 

-          ¿Dónde está? – pregunté contrariado.

-          ¿El ladrón? – contestó confundida – Ya se ha ido, cariño.

-          No te hagas la inocente, Sonia. Me refiero a tu amante. – le contesté airado mientras me miraba perpleja, con rostro culpable.

 

Le señalé la mesilla, con rastros húmedos recientes, cuando yo siempre ponía posavasos. Le recordé que yo siempre usaba ese baño por la bañera y que ella utilizaba la ducha del aseo. El ambiente estaba cargado y el vaho presente en el espejo. No lo negó y agachó la cabeza.

 

-          Ni siquiera ha bajado la tapa del inodoro... – Salí de allí dando un portazo, dejándola sumida en sus pensamientos.

 

Lo supe en cuanto la vi de Jesús Fornis Vaquero

En cuanto la vi, lo supe. Los restos de pólvora en su chaqueta, el carmín en el cigarrillo, la expresión de su rostro.

Fue ella misma la que nos avisó. Había regresado de un paseo en coche cuando encontró el cuerpo de su marido tendido en la alfombra sobre un charco de sangre. Al hombre le extrajimos una del 38 de la azotea. No había nadie que pudiese corroborar su coartada, y ella tampoco se molestó en buscarlo. El asunto tenía muy mala pinta.

La interrogamos durante horas, pero no conseguimos sacarle nada. Con voz pausada y rostro sereno repetía una vez tras otra su versión. Ni una lágrima, ni un suspiro. Ella había asesinado a su marido, lo leí en sus ojos.

Todas las pruebas apuntaban a la viuda, pero no eran suficientes para condenarla. Necesitábamos el arma homicida. Rastreamos el lugar día y noche, hasta que finalmente la encontramos. Por suerte fui yo quien lo hizo.

Al día siguiente ella salió libre. Atendió cortésmente a la prensa, dijo estar muy agradecida por el trato recibido por el cuerpo de policía, y deseó que algún día se encontrase al asesino de su marido. Lo supe en cuanto la vi.

Gatos por Rosa Ribas

Ha vuelto. Hasta ahora parece que nadie lo ha notado en el pueblo, sólo yo. Y los gatos. Los gatos fueron los primeros en darse cuenta. De un día para otro empezaron a caminar temerosos por las calles, con las orejas bajas y el cuerpo tenso, pegado al suelo, prestos a saltar, a huir. Y dejaron vacía la plaza. Como si sus padres, sus abuelos supervivientes  les hubiera contado que una mañana todos los árboles de la plaza habían aparecido decorados con los cuerpos de sus antepasados. Una guardia de felinos muertos custodiando el cuerpo del primer muerto, un chico del pueblo. Degollado, como los gatos.

Lo repitió en dos pueblos más: una placita arbolada, un muerto en el centro, los gatos balanceándose en las ramas. Hasta que, sin que la policía llegara a tener la más mínima pista, los asesinatos y las matanzas de gatos cesaron repentinamente. Hace de eso quince años.

Pero ahora está de nuevo aquí, muy cerca, en el pueblo. Ha regresado y todo empezará de nuevo.  Los gatos ya lo saben, yo lo sé. Pero ni ellos ni yo podemos decirlo. Ellos no pueden hablar, yo no debo. No vayan a pensar que  fui yo.

La paliza equivocada por Bomarzo

No me lo puedo creer. No salgo de mi asombro. Lo único que quería es darle un susto. Un callejón oscuro, nada de testigos, un par de hostias, una patada en los huevos y un recordatorio de que conmigo no se juega. Estoy verdaderamente harto de Jessi Lens, ese maldito madero, me tiene en su punto de mira y que me ha rechazado unas vacaciones pagadas a un paraíso tropical. Se trataba de cambiar el espacio vacacional. No quisiste playa y tendrás hospital, aunque nada serio. Estaba todo muy claro y los muy gilipollas que contrato le dan de palos a otro tipo que, imagino a estas alturas se estará preguntando a qué vino esa lluvia de hostias. Estar en el sitio equivocado y parecerse demasiado al mierda ese de Lens. Eso es lo que le pasó. Y lo peor de todo es que hoy se me planta Jessi, sin una sola hostia en su cuerpo de dos metros, para amenazarme, otra vez, con cerrar mis negocios y llevarme ante un juez que, seguramente lo tenga en nómina.

Pues si no hay paliza habrá susto, lo habrá. El poli ese no sabe a quién le está tocando hoy las pelotas.

El filicidio por Araceli Otamendi

Madrid, 1933. Noche.  Doña Aurora se ata los cordones de los zapatos, acomoda el vestido. En uno de los bolsillos del ancho pollerón guarda la pistola cargada. Se acomoda el pelo y camina por la casa como si nada fuera a ocurrir.

En una de las habitaciones, la más grande y lejos del comedor, Hildegard, la hija de doña Aurora duerme. Ha preparado la conferencia sobre eugenesia  que debe pronunciar al día siguiente. Está cansada y duerme. Sin adivinar que su madre, doña Aurora, percibe su respiración unos metros más allá. Hildegard, hija querida, me traicionaste, piensa  Aurora mientras calibra en la mano el revólver que disparará minutos después. En mi vientre te engendré,  para vengarme del absurdo destino que me negó tantas cosas: posición, apellido, fama, estudios. No tuviste padre, sólo progenitor.  Tuve una hija sin ansiar nunca goces sexuales, al sólo efecto de vengarme de la realidad, y ella, que había logrado hacer lo que yo no pude me traiciona así, con un infeliz, un escribiente que trabaja en el despacho de un cagatintas. Apenas abre la puerta del dormitorio  Doña Aurora  dispara cerca de la sien de Hildegard, descerrajándole el tiro mortal.

A 22 TANTOS por José Javier Abasolo

Etxebeste contempló las gradas. El frontón Labrit de Pamplona se encontraba repleto, se trataba de la gran final. Y todos los asistentes tenían fijos sus ojos en él, que con diecinueve años había batido récords y conseguido llegar a la cumbre en su primer año como profesional. Era el favorito de todos los expertos, excepto del viejo Urkijo, una auténtica institución en el mundo de la pelota del que siempre se había sospechado que controlaba el dinero generado por las apuestas.

--Tiene que ganar Gorriti --le había dicho--, hay mucho dinero en juego. Entre ellos el de la hipoteca de tu padre. Si tú ganas, él se queda sin negocio y tu familia en la calle.

El marcador señalaba un empate a 21 tantos y le correspondía sacar a Gorriti. Volvió a mirar a las gradas y vio a Urkijo, sonriéndole. Tenía que perder, lo sabía, pero decidió que ese cabrón no disfrutaría de su victoria. El saque de Gorriti fue muy flojo, podía haberle machado con su resto y, de hecho, golpeó la pelota con toda su alma.

Cuando Urkijo se cayó a consecuencia del impacto, desnucándose, todo el mundo consideró que había sido un accidente.



Síndrome Casandra por Grenade

—Claro, yo vengo a ser el malo de la película. Pero soy como Casandra, la troyana esa que hinchaba con el caballo, que no dejen entrar al caballo ese de mierda, que está lleno de griegos… No le dieron pelota y ahí tienen, ardió Troya. Como ahora, que se va todo al carajo. Yo les avisé. Mandamos mensajeros. Nunca les dieron cinco de pelota. A la mayoría los liquidaron sin contemplaciones, sin pensar. Y se lo dijimos. ¡Tantas veces…! Pero nada. Y acá me tienen. Acá estoy yo para terminar con todo este despelote. A mí no me hace ninguna gracia, qué quieren que les diga. Quedo como el turro. El hijo de puta. Los otros se lavan bien las manos, total, hay un salame a cargo: el que aprieta el botón; el que tira la bomba. Yo no tengo nada contra ustedes, créanme. Esto es un trabajo. Un trabajo de mierda, pero qué se le va a hacer: cada uno tiene su destino…

— ¡Abbadon, carajo! ¿Cuándo mierda vas a hacer lo que Te mandé?

— ¡Ya voy, Viejo! ¿Ven? A mí me cagan a pedos y los que se mandaron las cagadas son ustedes. Bueno, ahí va. (Fin del Universo)

 

Sauerbraten por Sébastien Rutés

Mezclar un litro de vino tinto, el vinagre, dos cebollas, una zanahoria, las hojas de laurel y la pimienta en grano. Cocer y dejar enfriar. Añadir la carne. Dejar reposar.

 

Secar la carne, salpimentarla y freirla en aceite hasta que esté dorada. Añadir un litro de caldo y el marinado. Asar en horno a 200 °C durante una hora.

 

Cuando esté hecha, apartar la carne y dejar reducir el caldo. Agregar lentamente dos cucharadas de pasas y la mantequilla.

 

Cortar en lonchas...

 

 

–Pero ¿no será la receta del Sauerbraten?

–¿Acaso no te gusta?

–Es que no fue lo que acordamos. Hablaste de una salsa de cerveza con bayas de enebro...

–¿Cuándo?

–En el foro sado, cuando nos conocimos. Por eso te dije que sí...

–¿Y por qué no una chucrut?

–No seas tonto. Por otra parte, la carne del Sauerbraten tiene que marinarse tres días...

–Estás loco, ¿cómo vas a sobrevivir tres días?

–Por lo menos añádele un par de cucharas de harina...

–¿Me saliste cocinero o qué?

–Es que así la salsa es más espesa y sabrosa...

–Vale, como quieras, total no es mi pene el que vamos a comer, dijo el caníbal de Rotenburg a su nuevo amante...

La Paliza por Antonio Rodríguez Bautista

Aquella noche no pude dormir. El dolor, los gritos, los golpes, las imágenes borrosas me llegaban a borbotones y el sueño no pudo enhebrar ni una sola cabezada.

A la mañana siguiente tenía los ojos hinchados, me dolía la cabeza y mi cuerpo era un haz de trigo esparcido sobre la era, pisoteado por los cascos de los caballos, machacado, dolorido y con moratones en el alma.

Un amanecer perezoso comenzaba a tender, sobre los tesos esponjosos de sueño, una colcha nacarada, mientras las cuadrigas de Helios iban derramando, sobre ella, pinceladas de ocre mortecino y el paisaje comenzó a impregnarse de un halo fantasmagórico.

Intenté levantarme pero no pude, los golpes habían masacrado mis fuerzas, mis ojos a penas podían abrir su diafragma y mis manos palpaban sábanas desconocidas, un colchón húmedo, con olor a musgo; no sé dónde me encontraba.

       Repté como serpiente apaleada y conseguí llegar a una carretera de tierra, donde me desvanecí. Alguien me debió recoger y me llevó el hospital. Bajo unos focos de luz hiriente, mientras curaban las heridas purulentas de mi cuerpo, las preguntas removieron la pestilencia que los porrazos, los insultos y el ultraje dejaron en mi alma la noche anterior.

 

 

Confesiones Mínimas por Fernándo Gómez

El trabajo de detective privado no es cómodo, sería absurdo afirmar lo contrario. En ocasiones resulta monótono, sobre todo esos ratos en que pasas horas y horas dentro del coche sin saber que hacer, a la espera que la persona a la que espías salga de un portal que de tanto mirarlo te aprendes de memoria. Lo más curioso es que cuando menos esperas, aparece.

El cuerpo recupera la energía dormida, alcanzas la cámara que has dejado olvidada en el asiento contiguo y acurrucado, en una posición incómoda que te obliga a forzar la columna, enfocas con dificultad y aprietas el disparador una, otra vez y varias más, esperando que las fotos salgan perfectas y que el cliente que te ha contratado no albergue dudas, cuando le entregues el dossier, que el sujeto es la misma persona a la que te ha mandado seguir.

Fisgonear como una portera, es la parte más ingrata de la profesión. Por suerte hay ocasiones en que recibes encargos que dan cierto prestigio; sin ir más lejos, la semana pasada, colaboré a desenmascarar a un criminal… Disculpe, otro día le contaré esa historia, mi presa ha doblado la esquina y no quiero perderla de vista.

¿Correr es de cobardes? por Abel Torres

Me duelen los pies. Llevo más de 2 horas inmóvil, en pié, tras esta mugrienta cortina. Mi corazón late tan intenso que parece fuese a estallar  en el próximo latido. La oscuridad lo envuelve todo y el silencio se hace ensordecedor, roto tan solo por la respiración de ese maldito cabrón que por fin ya se ha dormido.

 Me deslizo hasta el borde de la cama, como un fantasma, e  intuyo las invisibles formas de ese cuerpo yacente. Un ligero fogonazo y una apagada detonación, como si de una última instantánea se tratase,  y de nuevo la oscuridad y el silencio, ésta vez absoluto, se hacen presentes en la habitación.

  Guardo mi fiel compañera de trabajo bajo la chaqueta, de donde saco una linternilla para constatar lo que ya sé, otro asunto adecuadamente zanjado.

  Salgo por donde entré, bajo hasta la calle, entro en el coche y pongo rumbo a casa.  Ya al volante una sonrisa asoma levemente a mi rostro, imagino que tan solo en unos minutos cambiaré el traje oscuro por una camiseta y mi “compañera” por unas zapatillas, y correré por esta asquerosa ciudad imaginando que dejo atrás toda su inmundicia.

 ¿Correr es de cobardes?.......no creo!!