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Club de lectura

Cotidiano por Fabián Cuéllar

Nelson toma una fotografía. Su cara gorda suda detrás de las gafas oscuras y la mascarilla que apenas impide el paso del hedor proveniente de los tambos. Estamos acostumbrados a ver muchas chingaderas, pero esto…

Un perito se acerca a uno de los toneles volteado sobre el suelo, el contenido rojo desparramándose sobre la calle. El olor ácido es penetrante. Los investigadores creen que pueden ser restos humanos. ¿Qué otra cosa van a ser? Nelson hace un esfuerzo por no vomitar, mientras mira de reojo la cartulina. “LOS BAMOS ASER POSOLE” leo en voz baja. Él toma otra fotografía, una más. Pinche trabajo culero, murmura. El detective de homicidios nos ve con severidad, pero se guarda lo que iba a decir. Nelson y yo intercambiamos miradas de burla. Él quiere que lo corran. Yo no tengo otro lugar a dónde ir. Anoto insignificancias en la libreta, mientras escucho un par de clicks más, y veo la mano de mi compañero sacudiendo las instantáneas. Pasan los minutos, se nos va quitando el asco; esperamos con ansia y morbo que abran otro barril de los dos restantes. El mismo olor picante y el mismo líquido rojo. No era broma lo del pozole.

Los crímenes del oficinista por Eloi Yagüe Jarque

Aquel oficinista llevaba un minucioso registro de sus crímenes. Cuando la policía fue a arrestarlo descubrió todos los cuerpos troceados en cuartos. Las cabezas estaban debidamente archivadas y clasificadas en sobres Manila de tamaño carta, oficio o extra oficio, según el caso. Cada una tenía su respectiva etiqueta amarrada a la lengua morada. Las armas homicidas —pinchapapeles, pisapapeles, engrapadora, dispensador de teipe y cenicero— permanecían correctamente alineadas sobre el escritorio de fórmica beige proclamando su engañosa inocencia. En un informe que reposaba sobre la mesa, el oficinista daba cuenta a las autoridades de cómo había matado a cada una de las víctimas.

         —Si no hubiera sido tan ordenado —dijo sonriente al oficial que lo esposaba— jamás me habrían descubierto.

         —Cometiste un error imperdonable—respondió el comisario Fragachán—. Cuando nos mandaste el informe pensaste que te creeríamos loco y no lo tomaríamos en cuenta. Pero para pegar el sello lo humedeciste con tu lengua, que todavía tenía restos de sangre. Nos regalaste tres valiosas evidencias: tu huella dactilar, tu ADN y la sangre de tu jefe. Te estoy muy agradecido: es uno de los casos más fáciles que me ha tocado resolver.

La intrigante aparición de sucesos de cambio de género por José Manuel Navarro Llena

Irene se subió el cuello del abrigo para protegerse del repentino escalofrío que había recorrido su espalda al salir de madrugada del pub donde trabajaba. Miró hacia atrás instintivamente, presintiendo que alguien la estaba observando. Pero el vacío gris de las calles húmedas le devolvió la tranquilidad.

 

Al pasar delante del portal del número 21, una sombra se le abalanzó. El contacto frío y punzante de una navaja se aferró a su cuello como una lapa hiriente. El corpulento atacante la miró fijamente y le hizo saber cuáles eran sus bajas intenciones. Irene dejó de forcejear e intentó decirle que no iba a resistirse. Pero el miedo la había paralizado. Sólo el temblor de la mandíbula delataba su perturbación.

 

Un hilo de sangre descendió por su cuello mientras el violador la obligaba a bajar la cabeza para hacerle una felación rápida. Llegado el éxtasis, una leve briega precedió a un grito desgarrador. La sangre manchó escandalosamente el portal bajo un cuerpo inerte.

 

El presentador de las noticias matinales anunció con voz lacónica la aparición en extrañas circunstancias del cuerpo emasculado de un hombre joven. Con él ya eran trece los casos que se habían producido en los últimos diez meses.

 

¡Jodidos caimanes! por José Luis Romero

La patrulla se detuvo junto al cuerpo. Eustaquio bajó dos dedos la ventanilla, echó un vistazo rápido y la subió. Hacía un frío que pelaba los cojones.

-Chaval, échale tú un ojo.  

David saltó del coche y se aproximó hasta el cuerpo mientras renegaba. <<¡Caimanes!>>. Se echó sobre el cadáver y lo fisgoneó con curiosidad policial: una mancha de orines empapaba sus pantalones. <<Supo que iba a morir>>, pensó. Luego se enguantó una mano y palpó sus bolsillos. No encontró nada. Eustaquio bajó nuevamente un par de dedos la ventanilla.

-¿Hay algo?

David sacudió la cabeza.

-Pues vente.

David volvió pálido.

-Es un moro. Le han rajado el cuello de punta a punta. ¿Qué hacemos ahora?

-Confía en el caimán, chaval. 

Eustaquio hizo suya la portadora.

-MX-401 para Central.

-Aquí Central –respondió una voz enlatada.

-Ambulancia muy urgente. Hombre con herida de arma blanca.

-Recibido -crepitó la voz.

David abrió una boca como una O mayúscula.

-¿Has dicho hombre con herida de arma blanca?

-Sí, eso he dicho ¿Eres médico acaso? No pienso pasarme toda la mañana aquí con esta mierda.

David se bajó dando un portazo, indignado, mientras a lo lejos comenzaban a oírse las primeras sirenas.

<<¡Jodidos caimanes!>> 

 

 

La puta más buena del mundo por Bartolomé Leal

Una noche pasaba por estación Mapocho en autobús. Allí se sitúan los mercados de productos agrícolas: abundan cargadores, choferes, vendedores de baratijas y subempleados. En la esquina de calles Esmeralda y San Antonio de Padua se instalan unas rozagantes putas al servicio de ese microcosmos. Rancias, vulgares, pintarrajeadas, siempre sonrientes. Noté que un joven espástico se había acercado tímidamente a Soledad. La miraba con ganas, contoneándose merced a su enfermedad.

 

La puta hizo con la cabeza un gesto de vamos, mientras le ofrecía sus contundentes tetas. El espástico aceleró sus movimientos, nervioso. La puta repitió el gesto. Finalmente se acercó, lo tomó del brazo, le dijo algunas palabras y partieron. Bajé del autobús. Los seguí hasta que la bondadosa puta gorda y al ardoroso joven con mal de San Vito, como le llaman acá, se metieron en el oscuro callejón Lídice. En un rincón meado de orines las putas prestan servicios a módico precio…

 

Soledad empezó su trabajo frotando el tembloroso pene del muchacho, quien con los ojos en blanco y espuma en la boca, luchaba por lograr una erección. La puta me sorprendió. Chilló: ¡Si me espantas al cliente, te mato, Bartolomé! ¡Mirón degenerado, como todos los escritores, carajo!

 

Venganza por Juan Ignacio Colil Abricot

Desde el primer  momento quise vengarme. Día tras día me repetí que apenas saliera lo buscaría y le haría pagar su traición. Imaginaba las formas en que cumpliría mi deseo. Soñaba que me pedía perdón, que se arrodillaba, que se humillaba ante mí y yo como si nada. Le asestaría un puntazo directo, certero, que lo arrojaría al suelo y se desangraría lentamente. Le pondría una mordaza para no oír sus lamentos y me quedaría a su lado para ver como se apagaba de a poco. Me iría casi al final para que muriera solo, para que sus ojos  se fueran cargados de soledad. A veces me amanecía pensando en lo que le diría, imaginando su rostro convulsionado por la sorpresa. Los cinco años terminaron y salí por fin.  Me tomé unos días para habituarme y descubrí que mes tras mes me inventaba excusas para no buscarlo. Incluso me llegué a decir que su traición no había sido tan grave. Me convencí y me olvidé del asunto.  Una vez lo vi en la calle y lo seguí. No quise escucharme. Lo seguí hasta que tuve la oportunidad, lo tomé del cuello. Creo que me reconoció y alcanzó a decirme hijo.

 

Una ligera confusión de Jorge Fernández Bustos

El joven, con lágrimas en los ojos, había desarmado y golpeado cruelmente a quien había disparado contra el cuerpo de la hermana de su mujer y sin embargo se lo llevaban preso.

Ella lloraba histéricamente al lado de su hermana recién tiroteada, perdiendo sangre a borbotones, y sin embargo se apartaba de ella como de un apestado y casi la pateaba en el piso.

La pistola, una Walther p22 (5,5 mm) todavía humeante, entre los dedos índice y pulgar del teniente, era introducida en una bolsa transparente.

Miríadas de curiosos se arracimaban en torno a la escena, como si se repartiera algo gratis, impidiendo muellemente las labores de la policía y la ambulancia.

Los maderos, inútilmente, trataban de dispersar la masa anónima, cada vez más abundante en aquella tarde de domingo, mientras los camilleros se abrían hueco entre la multitud.

El autor de los disparos, en el suelo, con una brecha en la cabeza, exigía la totalidad del pago acordado y calificaba de traidor al reo.

La moribunda, desangrándose en la camilla, agarraba la mano de su cuñado, jadeaba en su oído, “cariño, tuviste que contratar al más torpe de entre los matones para que nos proporcionara la dicha eterna”.

Patrulla de rescate de Pedro Avilés

Eva consiguió  pulsar el botón de alarma del móvil a duras penas.

— Mírame —dijo él.

Silencio.

— Que me mires, joder.

Silencio.

— ¡Mírame, coño!

Silencio.

El camión de la basura, a las dos, puntual, carraspeó cansino en la madrugada triste del barrio popular. La luz de la farola de enfrente,  intermitente, titilante, aliada del frio, penetrando los vidrios rotos de la ventana de la cocina, iluminaba el sombrío rostro del hombre.

Estarían al llegar.

 — No me hagas esto.

Silencio.

— ¡¡Que me mires, hostia!!

Qué miedo.

Eva obedeció. Levantó la mirada desde el suelo hasta la cara congestionada de él.

El cuchillo en la encimera.

Llegarían a tiempo.

— No me hagas caso, mi amor —cambió él de registro, una mano levantada hacia el rostro de ella en ademán de caricia inconclusa—. Voy a cambiar.  Te lo juro.

Silencio.

— ¡Mírame a la cara!

Ya vendrían de camino, raudos a salvarla.

— ¿Qué tienes escondido en la mano,  so puta?

Eva escondió el móvil.

Tenían que estar en el portal; ya subían, seguro.

— ¡¡Les has llamado, cagondiós!! —repitió él, cuchillo en mano.

Llegaron a las siete. La sangre coagulada de Eva irisaba el linóleo del piso de la cocina cuando entraron.

Ya no respiraba.

El Paquete de Francisco Piquero

Jimmy me trajo el paquete a media tarde. Su forma era inconfundible. Jimmy lo sostenía con torpeza. Era evidente que no solía portar paquetes como aquel.  Me levanté para tenderle la mano como hacía todos los miércoles cuando llegaba a recoger la recaudación. Lo dejó sobre la mesa, al lado del viejo cenicero sembrado de cigarros. Lo miré. Fumar, pensé entonces; estirar unos minutos el tiempo, dilatar lo inevitable, repasar una vez más el procedimiento mil veces imaginado. Pero nada de eso  era posible, así que volví  al raído sillón y rasgué el papel encerado con un ligero temblor en las manos, que traté de disimular con una sonrisa y una frase intranscendente. Sabía lo que representaba aquel paquete para quien me lo había enviado. También sabía lo que significaba para mi vida en la organización. Jimmy, sin embargo, no sabía nada. Un mes antes me habían dicho: cuando recibas el libro debes actuar inmediatamente. Así que fingí interesarme por el título mientras mi mano extraía la pistola del cajón, y me dispuse a cumplir con mi cometido. Jimmy se quedó helado al ver el cañón señalándole la frente y aún así acertó a decir sus últimas palabras: ¿Peter Pan?

Hipoxia erótica por Irene Carracedo

Le conocí por Internet. Teníamos gustos parecidos. Nos llamábamos y quedábamos de forma esporádica. Nuestros encuentros no tenían rutina fija. ¿Si sabía que estaba casado? Pues no, aunque tampoco me importaba. Oiga, yo no buscaba una relación romántica con príncipe azul incluido. Ya soy mayorcita para saber lo que quiero ¿vale? No me mire así, no soy ninguna puta. Seguro que lo suyo es el polvo del sábado por la noche y el domingo después de la siesta. Se le nota en la cara que no ha comido fuera de casa, pero es de los que se mueren por saber de qué va la cosa. He conocido unos cuantos que al principio dicen estar dispuestos, pero en cuanto les propones ir un poco más allá se acojonan. ¿Qué tiene de malo probar cosas? Pero no es más que un juego, un juego excitante. Un caminar por esa línea entre lo divino y lo eterno, entre la vida y la muerte. No soy ningún bicho raro, no me mire así. Él sabía a qué se exponía. No puede estar hablando en serio ¿verdad? No pueden condenarme por homicidio… yo no lo maté, yo sólo me lo follé. Él sólo se ahogó.

El espejo por SGCI.

 

Apuró una última calada al cigarrillo sin filtro que sostenía distraídamente entre sus dedos mientras observaba, de espaldas a la cama, con una mezcla de vanidad y repugnancia, el efecto que el parpadeo del luminoso del local a pie de calle causaba en aquellas largas piernas reflejadas en el espejo de la puerta abierta del armario, desnudas. Apagó la tagarnina -lo que quedaba de ella- espachurrándola en el foso del cenicero caparrosa de Cinzano y se puso en pie. En el ambiente, el humo se mezclaba con el olor a rancio y la humedad de aquél infame cuartucho, y lo único que se escuchaba era el tintineo de la cadena del ventilador del techo encendido golpeando contra el latón de la cazoleta, justo encima del catre sobre el que yacía su última víctima. Se acercó a la ventana de guillotina y levantó una cuarta la hoja inferior. Tomó una ducha, sin prisas; prefirió secarse al aire antes que usar una de las nauseabundas toallas del hostal.

Terminó de vestirse.

Echó un vistazo a su alrededor sin detenerse en aquella figura inerte, abandonó la habitación, y la estela de sus piernas se llevó consigo el eco de sus zapatos de tacón.

 

 

Caso Resuelto de Eduard Pascual

El inspector estudió los dos cadáveres que yacían en el centro del almacén. Al policía le cerró los ojos, mesó sus cabellos y le pasó el pulgar por los labios apagados. Al otro desgraciado lo reconoció enseguida; un carterista habitual echado a perder. Apartó la pistola de su mano y la entregó a uno de los agentes, que esperaba con una bolsa abierta.

Abel miró a la patrullera.

—¿Qué ha pasado?

 —Una llamada anónima… —respondió ella— Nos separamos; ese tipo apareció de pronto con un arma en la mano. Disparó a mi compañero, no esperé a que hiciera lo mismo conmigo.

Desafiante, meneó la cabeza y señaló al policía muerto.

—Cuándo le has besado, ¿antes o después de matarlo?

—Eres un cabrón, Abel. No tiene ni media gracia.

—Eso dicen todos. Bruno, ponle los grilletes.

—¿Inspector…?

—¡Que le pongas los grilletes a esta puta!

El inspector se acercó al cuerpo de su amigo.

—¿Cómo has sabido…? —Intentó ella.

—Pequeños detalles. Me contó que estabas obsesionada con él… Tiene carmín en los labios; él jamás te hubiera besado, era homosexual, ¿no lo sabías? Tal vez tampoco supieras que el indigente era zurdo, le has puesto la pistola en la mano derecha.

 

Andan Buscándome por Rig O’Letto

No puedo asomar por los ambientes que yo frecuentaba, ni contactar con mi gente. Ni asomar por el bar de Nico, ni llamar por teléfono a Norma, ni asomar por mi casa. Un hotel discreto y a esperar con la pistola cargada.  Andan buscándome.

Las consecuencias pueden ser terribles para mí. A mi compinche Patón ya le han dado una paliza, y él sabe por qué, aunque dice desconocer las causas.

Yo sí que las sé. En este ambiente, al menor fallo, a la menor sospecha, te sobreviene una paliza, un accidente, una pierna coja o un tiro por la espalda. No seamos ingenuos. Se vive bien sin conciencia, pero a veces, la conciencia te pasa factura...

Que se lo pregunten a Bo, que tuvo que dejar la ciudad, o a Tony Alff, que va de clandestino desde hace tanto tiempo, o a Claire, que mantuvo sus secretos tanto tiempo para camuflarse... En este ambiente, todo se paga. Y a mí, andan buscándome.

A veces pienso terminar pronto: lo que no sé es si debo pegarme un tiro yo mismo o entregarme para que me lo pegue otro. Porque me encontrarán y me lo pegarán. Por eso, porque andan buscándome.

Entre tus labios y la risa de ella por Yamilet García Zamora

Abrirás los ojos y verás el mundo rojo, la pared salpicada, una morbosidad entre tus piernas. Intentarás agitar una mano pero el brazo estará en el piso. Pensarás mover un pie que ya no existe. Estoy soñando, dirás, es una pesadilla  Pero el cuerpo que ya no es desmentirá cualquiera de tus posibles ideas. Y como en cámara lenta recordarás la risa de ella, el éxtasis que todavía persistirá, más allá de la nada. El primer mordisco entre el placer y el dolor. La  verás mientras la televisión vomitará noticias. Sabrás, desde esta distancia, que será la última mirada: tus ojos caerán a los pies de la cama. Persistirá una mezcla de asombro entre tus labios y la risa de ella. Porque la muerte no llegará pronto, ni sola. Ella te irá contando de un tiempo que no recordarás, de una violación que habrás enterrado hace lustros. De una niña,  12 años asustados y un rostro impreciso. Y sentirás que el sexo que un día adoraste a fuerza de penetrar casi niñas ha sido devorado entre jubilosos empaches de hembra hambrienta. Un último flechazo de conciencia te dictará las palabras del televisor: Loca homicida lleva tres asesinatos de hombres mutilados.

Negocio Familiar por Inés Pradilla

Esta noche pienso en padre. Cada robo era una ceremonia que nos unía. A él, a Sal y a mí. Padre lo encontró en la la calle y le puso Sal porque era muy soso. Yo lo llamaba primo

-Nuestra empresa familiar -decía padre.

Mi primer robo fue a los 7 años. De su mano. Choqué con aquel hombre.

-Siempre vas distraído -me regañó padre.

Fue poco dinero. No  importó. Sal era dos años mayor y traía un buen botín.

Han pasado diez años. Hace tres meses encontramos a padre descalzo, con un tajo en la garganta y la boca llena de billetes. Sal tropezó con sus botas y lloró. Mientras, yo  intentaba  cerrar la herida.

La poli dijo que fue un ajuste de cuentas. 

Primo estudia para poli. Yo sigo con el negocio y guardo su parte, por si vuelve.

Esta noche pienso en  padre. Y en Sal tropezando con sus botas.

Se abre la puerta. Es Sal.  Le doy su parte.

Su pistola apunta a mi cabeza. Con la otra mano enrolla los billetes.

Mira con ojos de policía. Padre  sólo se quitaba las botas  en  familia.

-Tengo una empresa más grande -me dice.

Luego aprieta el gatillo.

Cuidado con los espejos por Roberto Malo

El agente de policía Scott Dodge se lavaba los dientes en el baño de su casa. Mientras tanto, John Leck, conocido asesino de policías, se encontraba forzando la puerta del balcón de la casa de Scott.

Con la experiencia de tantos allanamientos, la consiguió abrir y entró sigilosamente al interior. Echó la mano diestra a la bota derecha y sacó de allí su navaja automática. Con ella, sintiéndose como el ángel de la muerte, avanzó por un pasillo de color malva, hacia las tenues luces que salían de la puerta abierta del baño. Con sumo cuidado llegó hasta el marco de la puerta. Estiró el cuello y vio la espalda del policía. Sonriendo, alzó en el aire la mano que empuñaba la navaja.

Sin embargo, el reflejo del policía que estaba en el espejo vio al asesino. En cuestión de un segundo, tomó la pistola y le disparó seis veces: seis balas se alojaron en el estómago del asesino. Sin comprender, todavía con la navaja en la mano, se derrumbó envuelto en sangre.

Al escuchar el ruido, el policía se dio la vuelta. Cuando vio al asesino, tumbado en el suelo, le dijo: “Lo siento. Ha sido un acto reflejo”.

Un golpe por Jokin Ibáñez

La joyería estaba ya desierta. Txema, con su extraordinario parecido con el consejero de sanidad, bien peinadas las canas, abrió el camino. Joseba y yo, uno a cada lado, le librábamos de todo mal.

La pipa brincaba en mi sobaco. Joseba llevaba la recortada cruzada en la espalda y Txema se encargaba de la bolsa y del martillo.

El propietario, un pimpollo todo reverencias, se nos acercó rompiéndose la espalda al saludar. Seguro que iba a necesitar un buen masaje. ¿Se lo daría la morenaza que se quedó tras el mostrador acristalado?

Txema extrajo el martillo y con un solo golpe montó un lío descomunal. La vidriera estalló en brillantes pedazos, arrastrando gemas, relojes, collares y pulseras. La sirena de alarma aulló, destrozando los tímpanos, hasta la locura. El seco ladrido de la recortada detuvo el impulso del guarda jurado, un tipo guaperas, chulo, joven y, por lo visto, novato. El reverencias cayó al suelo. La tía morena no se calló, chilló.

Otro guarda tripón apareció por la puerta de un baño disimulado al fondo, pipa en mano, la bragueta abierta de par en par, mostrando un calzoncillo amarillento.

Le disparé un par de tiros.

Y fallé.

Pero él no.

 

La paliza de Jesús Lens Espinosa de los Monteros

Anoche me dieron una paliza. No fue una pelea. Fue... eso. Una paliza. Dos tipos me agarraron en la calle, de noche, y me apalearon. Con saña y delectación. No me dijeron nada. Sólo me pegaron.

 

La policía dice que no eran profesionales, que me zumbaron sin ton ni son. No lo entienden. No fueron unos niñatos pandilleros. Ni unos punkies drogados o unos skin heads ahítos de alcohol. Por lo poco que tuve ocasión de ver, eran dos tipos normales y corrientes.

 

No me han robado, no le debo dinero a nadie ni tampoco le pongo los cuernos a mi pareja. No he tenido ningún enfrentamiento recientemente, ni en el trabajo, ni con los vecinos. No he tenido ningún accidente de tráfico y no me he metido en jaleo alguno. Ni la cosa más simple. No milito en partido político u organización alguna y jamás me he presentado a ninguna elección. Soy un ciudadano normal con una vida normal. Y corriente.

 

Y aquí estoy. Insomne. Incrédulo. Inconsolable. Con dos costillas fracturadas, un desprendimiento de retina, los riñones machacados y sorbiendo zumo a través de una pajita. Porque anoche me propinaron una salvaje golpiza y aún no entiendo el porqué.

 

 

La casa de los detectives de Fernando Cámara

De noche. Los balcones de los detectives están abiertos, los fluorescentes y los flexos de cada despacho encendidos. Llevan informes de acá para allá; los revisan, meditan, se miran... Toquetean la punta de sus corbatas mientras se susurran datos y fuman unos cigarrillos que reparte el más joven.

 

Uno de ellos, con bigote poblado y chaqueta prieta, repasa en su mesa los papeles que algunos le dan ayudándose de su bolígrafo, a modo de puntero. De vez en cuando alza el brazo y alguien le obedece trayendo cosas. Éste debe ser el jefe de los detectives.

 

Uno de los investigadores se recoloca las mangas de la camisa, se pone la chaqueta y se echa a la calle tras ajustarse el sombrero en el portal. Mira la dirección que le apuntó el jefe en un sobre roto y marcha sorteando las últimas goteras de la lluvia. Seguramente acabará forzando la puerta de alguna pensión de mala muerte para obtener las pruebas definitivas del caso.

 

Silencio.  

Madrugada.

Maúlla un gato.

Aparca un coche.

Risas en el bar de abajo.

Los detectives se retiran.

Se desnudan los percheros.

Los niños ya se han dormido.

Y yo también. Y sueño que es de noche.

Punto de mira de Juan Maria Bravo

Nunca llegarás a nada decía la cabrona de ella. Nunca llegarás a nada.

Tendría que verme ahora subido en lo mas alto, todo el mundo pendiente de mí, pero se murió la hija de puta antes de poder darme revancha. La metástasis se la fue devorando poco a poco hasta consumirla.

  Se lo merecía.

  Durante veintisiete años estuvo jodiéndome la vida con el cianuro que escupían sus palabras impregnadas de asquerosas babas.

   Tendría que verme ahora la hija de puta. Disfrutaría contemplándome en todos los noticieros, estoy seguro. Apartaría el desprecio habitual de sus ojos negros para dejar un hueco al orgullo. Eso sí, nunca reconocería que tuve mas cojones que Espartero para hacerlo.

   Como disfrutaría la hija de puta viéndome aquí arriba enfocar por la mira telescópica de mi Súper Match a alguno de sus conciudadanos, esos mismos que ella odió con tanto rencor. Los mismos que acabaron matando a mi padre y me condenaron a vivir cada uno de los días de mi asquerosa vida salpicado por  el veneno y la ponzoña del resentimiento.

   Ahora desde el campanario espero abrir sus pensamientos con un cartucho para cada uno de ellos. Gastaré todos, menos uno.  

Como disfrutaría mi madre.