El Canguro por Gregorio Toribio
Se dirigió hacia él. Con manos sudorosas fue aproximándose poco a poco, para no despertar la mínima sospecha. Su mirada, firme, se clavó sobre su cuello. No sabía por qué pero tenía que hacerlo. En su mano derecha, George empuñaba un afilado machete. Estaba ya muy cerca e iba a responder a esa interna llamada. ¡Mátalo, mátalo, mátalo…! Pero, ¿por qué? Sólo era un niño que jugaba con un pequeño canguro de peluche gris, con un lacito rojo.
Amelie, la vecina del piso superior, le había pedido que se quedara con su pequeño mientras se acercaba a la panadería de la esquina. George, amable como siempre, se ofreció encantado. Ahora estaba allí, a sus espaldas, a solas con él.
No necesitó más de un minuto para segar una vida. Clavó el anacarado machete con una frialdad de mente asesina. El brillante metal penetró con una facilidad pasmosa. ¿Por qué lo he hecho? Se repetía George sin cesar.
De repente, despertó. Había sido un mal sueño. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y sacó un refresco para humedecer su seca boca. Al fondo, en el suelo, había un pequeño canguro de peluche gris, con un lacito rojo.
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