Es muy fácil de Francis P. Fernández
El hombre bajó del tren arrastrando el maletón con estrépito. Atrayendo miradas curiosas, jocosas o bovinas. Rehuyendo las ayudas indeseadas; indeseables.
Se quedó allí plantado esperando la llegada de uno de los mozos y, sin mediar palabra, le indicó el camino de la consigna. Allá llegaron envueltos en las vaharadas de vapor y escándalo que inundaban el anden.
Una propina bien medida, justa para la salvaguarda del anonimato.
El empleado de la consigna, acostumbrado a los bultos pesados, a los viajeros sin rostro, se limitó a pesar el maletón, proceder al cobro, actualizar el estadillo y cumplimentar el recibo. Segundos después de que el cliente saliera ya habría sido incapaz de recordar su aspecto. Otro más.
Llovía a cántaros.
El hombre, tras quemar el recibo en el interior de los servicios, cruzó a buen paso el vestíbulo atestado de la estación y se arrebujó en el interior de la gabardina antes de zambullirse, de disolverse, en la cortina de oscuridad y agua.
Dentro del maletón, al fondo de la consigna, los pedazos de la víctima, bien desangrados y envueltos en papel de estraza, esperaban la hora del alumbramiento. Torso, brazos, piernas, pies, pero no manos y tampoco cabeza.
Qué fácil.
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