Caquilla por Wilberio Mardones
Esperamos la noche para atacarlo. Éramos tres contra uno, de modo que ganábamos; aunque Caquilla solía presentar resistencia. Tolo iba armado con el revolver a postones, Sabugal con su cerbatana de pinchos, y yo con una honda, los bolsillos llenos de piedras. “Lo mejor es atacarlo cuando esté cagando”, dictaminó Tolo, nuestro líder. Abrimos de golpe la feble puerta de la caseta donde defecábamos en la parcela, sobre un cajón, hacia un hoyo repleto de excrementos. A la luz de la linterna de Sabugal, vimos a nuestra víctima, pujando. Tolo gritó: “Depravado, vienes a puro correrte la paja. ¿Te fusilamos o tiramos al hoyo?”.
Lloriqueó Caquilla: que no fuéramos malos, tenía algo para ofrecernos. Nos hizo titubear. Entonces el asqueroso se llevó ambas manos al trasero para sacarlas colmadas de mierda y ponerlas frente a nosotros, burlándose. Disparamos al unísono, sin hacer caso de los chillidos desgarradores, ciertamente falsos, de Caquilla. La fetidez era tan grande que no osamos ponerle las manos encima para tirarlo al hoyo. Al día siguiente lo vimos, lleno de moretones y arañazos. Le habíamos dado. Tolo le dijo, amenazante: “Nos debes una, Caquilla. Reza por adelantado”. Después nos pusimos amigablemente a jugar a las bolitas.
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