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No siempre es cuestión de número por Mónica Sacco

—¡Imbéciles, inútiles! ¿Tengo que decirles todo lo que tienen que hacer, cagones? ¿Nadie tiene los cojones puestos como se debe?

Los aullidos restallaron haciendo eco en las paredes desnudas. Se levantó pateando su asiento y se acercó a la mesa. La armas le tintinearon en la cintura mientras caminaba.

— ¡Aquí!— paseó la mirada incendiada de rabia por las caras avergonzadas de sus caciques.

— Con todo respeto, señor…— intentó uno.

—¡ Si me respetaran tanto como dicen, esos piojosos ya estarían masacrados!

Dio media vuelta y uno de los subalternos corrió a enderezarle el asiento. Se sentó, inspiró profundo; extendió el brazo derecho y alguien le sirvió vino.

— Somos máquinas de matar perfectas, infalibles. Háganles sentir el peso de nuestros pies en esos lomos mugrientos. Liquídenlos a cualquier costo. Este lugar es nuestro, ¿entienden?

Todo su poder se estrellaba en ese callejón inmundo donde se acovachaban esas ratas.  Él los iba a hacer mierda. Nada más que para que supieran quién era. Por eso no pudo creer cuando su mejor hombre llegó desangrándose. Los demás estaban muertos. Era incomprensible: ¿cuántos eran esos desharrapados medio desnudos? ¿Quién los comandaba?, preguntó a los gritos al moribundo.

— Trescientos. Leónidas—  farfulló el general, vomitando sangre.

 

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