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Confesiones Mínimas por Fernándo Gómez

El trabajo de detective privado no es cómodo, sería absurdo afirmar lo contrario. En ocasiones resulta monótono, sobre todo esos ratos en que pasas horas y horas dentro del coche sin saber que hacer, a la espera que la persona a la que espías salga de un portal que de tanto mirarlo te aprendes de memoria. Lo más curioso es que cuando menos esperas, aparece.

El cuerpo recupera la energía dormida, alcanzas la cámara que has dejado olvidada en el asiento contiguo y acurrucado, en una posición incómoda que te obliga a forzar la columna, enfocas con dificultad y aprietas el disparador una, otra vez y varias más, esperando que las fotos salgan perfectas y que el cliente que te ha contratado no albergue dudas, cuando le entregues el dossier, que el sujeto es la misma persona a la que te ha mandado seguir.

Fisgonear como una portera, es la parte más ingrata de la profesión. Por suerte hay ocasiones en que recibes encargos que dan cierto prestigio; sin ir más lejos, la semana pasada, colaboré a desenmascarar a un criminal… Disculpe, otro día le contaré esa historia, mi presa ha doblado la esquina y no quiero perderla de vista.

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