SIETE MANERAS DE MATAR A UN GATO Por Jesús Lens
Hay siete formas de matar a un gato…
Pero a la hora de la verdad sólo hay dos maneras: por las buenas o a la brava.
El Chueco.
Hace unos meses, reseñando una de las novelas de Leonardo Oyola, comentaba que Leo estaba a la cabeza de una nueva generación de autores argentinos que, dejando atrás todo lo que significaron la Dictadura, los Desaparecidos y la lucha armada de los Montoneros, contaba historias de violencia contemporánea, cotidiana y salvaje, al estilo de las películas de Tarantino.
Ahora, al pasar la última página de “Siete maneras de matar a un gato”, de Matías Néspolo, descubrimos a un autor que, por lo que hemos escuchado en Semana Negra y pronto tendremos ocasión de leer, pertenece a un grupo de escritores que nos cuentan la otra Argentina, la Argentina de la que nunca se habla. La que no participa en los Mundiales de Fútbol ni aparece en los folletos turísticos. O en los documentales de viajes de los canales de pago. Una Argentina que comienza y termina en lo más hondo de las Villa Miseria nacidas en torno a las grandes ciudades, en las que sus habitantes no tienen esperanzas, expectativas o ilusión alguna.
El Gringo y el Chueco son dos muchachos que comienzan la novela agarrando un gato. ¿Para qué? Pues imaginemos que hubiera un restaurante chino cerca… y tendremos la respuesta. Pero no. En el barrio del Gringo y el Chueco no hay restaurantes chinos. Ni de cualquier otro tipo. Lo más, el boliche del Gordo Farías, una especie de Saloon del Far West en el que los habitantes del barrio queman las muchas horas inútiles que tiene el día. Y la noche.
A través de una trama mínima y de la presentación de los varios personajes de la novela, nos adentramos en un mundo del que oímos hablar en los reportajes de los suplementos dominicales de los periódicos, pero del que, en realidad, no queremos saber nada. De nada. Un mundo en el que los convencionalismos nada tienen que ver con los nuestros. En el que las lealtades y las traiciones se pagan con la muerte. Y no una muerte cualquiera. Un mundo en el que las relaciones personales cobran una dimensión ininteligible para nosotros.
Por todo ello, no es de extrañar que “Siete maneras de matar a un gato” fuera una de las obligatorias y necesarias novelas finalistas del Premio Silverio Cañada a la mejor primera novela negra escrita originalmente en castellano. Como tampoco es de extrañar el empeño que mi querida Cristina Macía tenía en que la leyera.
Ya lo ves, cariño, que te hice caso. Aunque haya sido tarde. ¡Y qué razón tenías! No es como un puñetazo en el plexo solar, que te deja sin respiración. Es mejor aún. Es el puñetazo que, en pleno estómago, te hace vomitar hasta las entrañas, hasta las higadillas.
Entonces, ¿para qué leer la novela? ¿Para pasar un mal rato?
También. Es verdad. Porque la verdad jode, pero curte. Pero, sobre todo, para disfrutar de una narración poderosa, de unos personajes imborrables y de una prosa dura y contundente. Escrita en argentino. Y a mucha honra. Para descubrir otros mundos. Reales y literarios. Como hace el protagonista cuando se adentra en “Moby Dick”. Para encontrar una preciosa historia de amor. La ternura y la inocencia donde no pensábamos que pudieran florecer.
¿Por qué leer “Siete maneras de matar a un gato”? En una palabra: porque es COJONUDA.
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.
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