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Uno de los relatos finalistas del concurso de relatos cortos del año pasado

El interés de la casa

 Recién me había acostado cuando sonó el timbre. Cogí la Mauser de debajo de la cama y me ubiqué al costado de la entrada.

 -         ¿Quién es? ¡Son la una de la mañana! 

No sé por qué se me ocurrió recordarle la hora al impertinente que tocaba a mi puerta. Dudo que lo fuera a inhibir.

Pensé que podía ser mi vecina, una cincuentona soltera que periódicamente me reclamaba por algo y a quien solía despedir con un portazo en la cara. Que mi camioneta mal estacionada bloqueaba su entrada, que la luz de mi patio trasero le impedía dormir, que mis rottweilers ladraban muy fuerte. Era la típica vieja de mierda que, condenada al ostracismo de hermanas casadas y sobrinos que no tenían interés en conocerla, dedicaba su vida a amargársela a los demás. Pese a que nadie la echaría de menos, darle un tiro era muy riesgoso. Peor sería enterrarla en su casa. La policía se daría cuenta que profané su pasto perfectamente cortado, el mismo que hacía parecer a mi patio un paisaje lunar.

-         ¡Soy yo, Pablo! ¡Ábreme, Ricardo! 

El ojo de la puerta distorsionaba la cabeza de Pablo y lo hacía parecer uno de esos extraterrestres de la autopsia en Roswell. El pobre descansaba con las palmas de las manos apoyadas contra la muralla, mirando al suelo y jadeando como si acabara de correr una maratón o un policía lo fuese a registrar.

 Escondí mi revolver y retiré el pestillo. Antes que alcanzara a decir algo, me abrazó.

-         Hermano, ¿cómo estás? Disculpa que me aparezca a esta hora, pero no tengo a dónde ir. Necesito que me ayudes. Es algo urgente…

-     Pablo, qué sorpresa, le dije con toda la espontaneidad de un rehén leyendo un comunicado de Al-Qaeda.

-         Ricardo, estoy cagado…

Su tono de voz se había vuelto aún más agudo que lo habitual y como buen neurótico comenzaba a tartamudear.

-         A ver, tranquilo. Entra de una vez y déjame cerrar.

Lo empujé a un lado y me asomé a la calle. Tras constatar que no había movimiento, volví a poner pestillo.

-         Cuéntame, ¿qué te pasó?

Pablo se había sentado en la orilla del sillón con las manos metidas entre los muslos. Me miraba cual niño esperando a que el profesor lo autorizara a hablar. Prolongué su agonía unos segundos y fui a sentarme al otro lado del living.

-         Bueno, ¿y?

-         Tienes que ayudarme, Ricardo. Estoy en problemas.

-         ¿Y?

-         ¡Es que no entiendes!

Quería darle un puñetazo. Sólo uno, que es lo que basta para tranquilizar a tipos como él. Pese a que en nuestros casi veinte años de amistad habíamos tenido varios encontrones, nunca lo había golpeado. Su suerte no había sido igual con los matones que tantas veces abusaron de él en el colegio, convirtiéndolo en un alfeñique perpetuamente inseguro y a mí en su guardaespaldas de facto.

-         ¿Recuerdas que me puse a trabajar para García?

-         Por supuesto. Yo te conseguí ese trabajo, Pablo.

-         Lo sé. Es que hace tiempo que no nos vemos.

-         También lo sé. No volviste a llamarme desde que comenzaste a ganar plata…

-         Sabes que no es así…

-         …y a juntarte con tus nuevos amigos.

Pablo me miraba a los ojos, indeciso entre pedir perdón o mantener la pose de rudo que se había inventado en el último tiempo. No lo veía hace meses, pero yo también era empleado de García y me llegaban las historias. Que Pablo había abierto un bar, que su novia había chocado el auto que le acaba de regalar, que al día siguiente le compró uno nuevo.

Nada de eso me sorprendía ni me enojaba. Más rabia me daba ver la huella de barro que Pablo dejó tras suyo al entrar a mi casa. No es que me preocupara la alfombra. Estaba tan gastada que parecía que un grupo de bailarines callejeros la usó para una competencia de breakdance. Lo que me molestaba era comprobar que Pablo estuvo espiándome escondido en los matorrales.

-         ¿Y cómo te ha tratado García?

-         No me puedo quejar, pero en este momento tengo un problema de liquidez.

-         ¿Liquidez? Tengo entendido que te ha ido bastante bien. ¿Acaso no estabas a cargo de sus cobranzas? Ese es un muy buen trabajo. ¿Cuánto te estaba pagando?

Pablo sonrió como siempre lo hacía cuando hablábamos de dinero. Era su forma de insinuar que era exitoso pero sin caer en el mal gusto de darme una cifra para corroborarlo.

Siempre pensé que le iba a ir bien. Cuando recibí su llamado por cobro revertido desde Chile, no lo podía creer. Se venía a vivir a Estados Unidos y necesitaba que lo alojara unos meses. “Tuve un enredo con mis restoranes, se acumularon las deudas y decidí que era mejor irme del país”, me explicó. No quise preguntar más.

Yo me vine unos años antes, claro que por razones distintas. Necesitaba un trabajo bien pagado que justificara mis cinco años de periodismo en la universidad y pensé que acá lo encontraría. Estados Unidos no es un país que te mienta con promesas, sino más bien un lugar que no se da la molestia de advertirte que tus expectativas son muy altas.

Me fui a vivir a la casa de unos parientes en DeKalb, Illinois, una de esas ciudades del Medio Oeste con un centro de tres cuadras, dos iglesias y un Wal-Mart. A un mes de mi llegada, me ofrecieron un puesto de reportero para un periódico hispano. Como buena publicación latina en gringolandia, su editora no sabía la diferencia entre una grave y una aguda y su prioridad no eran las noticias, sino conseguir auspiciadores. En medio de las peores batallas de la invasión a Irak, titulábamos con artículos sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe en la escuelita local (“Lupita es Nuestra Virgen”) o la inauguración de una nueva compraventa de autos (“Toyota-DeKalb ofrece los mejores créditos. ¡Y lo atienden en español!”).

El semanario circulaba como suplemento de un matutino en inglés. Su dueño se guiaba por dos principios: “Si eres bilingüe, te pagamos la mitad” y “Si no te gusta, te reemplazamos por un estudiante en práctica”. Así fue. Me pagaron un poco más del sueldo mínimo y, tras renunciar a los dos meses, una muchacha de secundaria ocupó mi puesto.

Al menos saqué algo bueno de mi trabajo de periodista en la comunidad hispana de DeKalb. Fue la noche que cubrí un torneo de box amateur y conocí a García. Nos hicimos amigos de inmediato. Nunca había conocido a alguien que supiera más de peleas que yo.

García controlaba las apuestas y representaba a los boxeadores. La noción de “conflicto de interés” nunca pasó por su cabeza. Tampoco pasó por la mía cuando me ofreció ser su corredor de apuestas y luego su guardaespaldas.

-         La verdad es que me estaba yendo bien, Ricardo. Esto de los números es lo mío. No sabes cuánta gente le debe plata a García en esta ciudad.

-         Sí lo sé. Recuerda que yo también manejé plata para él.

-         Sí, pero tú más bien sirves para otro tipo de trabajos.

Pablo ganaba confianza. Una hora más y estaría con los pies sobre la mesa de centro, mandándome a comprar cerveza.

-         ¿Te acuerdas de Susana?

-         ¿Tu novia?

-          Una de mis novias, Ricardo.

-         Sí, ¿y?

-         Nos fuimos a vivir juntos hace unos meses. Compré una casa aprovechando los precios bajos. Debieras verla.

-         Si me invitaras, quizás iría.

-         Disculpa, Ricardo. Es que he estado con la cabeza en otras cosas.

-         Cosas como Susana.

-         De hecho, sí. Tú sabes cómo es ese tipo de mujer. Gasta como si las tarjetas de crédito no tuvieran límite.

-         Nadie te obliga a comprarle todo lo que quiere.

Pablo levantó la vista.

-         Ricardo, no estoy aquí para que me des consejos.

-         ¿Entonces para qué mierda estás aquí?

Pablo volvió a enterrar sus manos entre los muslos.

-         He perdido mucha plata, Ricardo. Estoy tapado en deudas y no sé qué hacer.

-         Pídele a García que te preste. Seguramente te va a ofrecer la tasa de interés de la casa.

-         Ese es el problema. Ya me la ofreció.

-         ¿Y?

-         Y la tomé. Le pedí diez mil dólares y no fui capaz de pagárselos.

-         ¿Y ya hablaste con él?

-         Sí, y me los perdonó. El problema es que eso aún no cubre todo lo que debo. Le acabo de comprar un auto nuevo a esta imbécil y el banco me lo quiere quitar.

-         Deja que lo hagan.

-         No puedo.

-         Vende tu casa entonces.

-         Ricardo, no entiendes. No vine a este país para ser un puto mexicano que cruzó la frontera escondido en un refrigerador viejo y ahora tiene tres trabajos para salir a flote.

-         No necesitas tres trabajos. Sólo tienes que gastar menos de lo que ganas. La gente está hablando de ti, Pablo. Recuerda que yo también trabajo para García.

-         Sí sé. Por eso vine a verte.

-         ¿Cómo?

-         ¿Puedes hablar con García? Sabes que a ti te hace caso en todo y que si se lo pides me la va a dejar pasar.

-         ¿Dejar pasar? ¿Acaso no te había perdonado?

-         Sí, pero es que también tengo otro problema.

-         ¿Cuál?

-         La plata que le manejo a García…

-         ¿Sí?

-         Le he dado un par de manotazos. He retirado un poco más de lo que me corresponde por comisión.

-         Parece que le diste bastante más que unos manotazos.

-         ¿Acaso ya sabías?

-         Sólo rumores. No sabía si eran ciertos. Prefiero que me lo cuentes tú mismo.

-         Es verdad. Saqué un poco más de plata, pero te juro que la iba a reponer.

-         Y si la vas a devolver, ¿cuál es el problema?  

-         García ya no quiere darme más oportunidades. Lo último que oí es que me anda buscando. Tú sabes cómo es él.

 

Pablo esperaba a que dijera algo. Nunca he sido bueno para mantener silencios y menos en situaciones incómodas.

-         ¿Quieres tomar una cerveza?

Antes que me respondiera, partí a la cocina. Tomé dos Miller y me puse a buscar en los cajones.

-         ¿Está todo bien?, gritó Pablo desde la otra pieza. 

-         Sí, claro. ¿Te gusta la Miller?

-         Si no tienes otra cosa, me conformo con una.

-         Espera un poco. Estoy buscando un destapador.

-         ¿Para una Miller? Esas se abren solas.

-         Tienes razón.

Volví al living y le extendí una botella. Pablo tomó un trago largo con los ojos cerrados.

-         Ahora que estás más tranquilo, te lo puedo contar.

-         ¿Qué cosa?

Lo miré mientras rasguñaba la etiqueta de su cerveza.

-         ¿Qué cosa, Ricardo?

-         Ya hablé con García. Está todo solucionado.

-         ¿En serio?

-         Sí.

Ajusté el silenciador de la Mauser y le dí dos tiros. Pablo cayó sobre la mesa de centro y su botella rodó por la alfombra. Al menos no se rompió, pensé, pero daba lo mismo. Con el dinero que me dio García compraría una alfombra nueva. Ese barro no iba a salir con nada.

Por Gonzalo Baena (Virginia, USA)

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